¿Cual es el origen del celibato de los curas de la iglesia católica?

Esta es la pregunta que me hacía la pasada semana una oyente del programa de Júlia en la Onda y que nos sigue desde Minnesota, en EE.UU.

Por medio del formulario de contacto, que hay en esta web, recibí el siguiente correo electrónico remitido por nuestra amiga Marisa:

«Querido Juan:

Espero que se encuentre bien. Le escribo desde Minnesota, en EE.UU., y desde hace años lo sigo y admiro a través de su participación en ‘Julia en la onda’.

Tengo una consulta para usted que sabe tanto de historia y de la religión católica.
El otro día, en una discusión entre amigos surgió un tema que nadie supo resolver y nadie quiso dar la razón al otro. El tema en cuestión es el origen del celibato de los curas de la iglesia católica. ¿Me podría informar sobre cuál es? Y ¿sabría qué fuentes se podrían consultar para tenerlo y poder comartirlo con los demás?

Le agradezco enormemente de antemano su atención y espero seguir escuchándolo por muchos años más.

Reciba un cordial abrazo,

Marisa»

Personalmente considero oportuno compartir la respuesta con todos Vds.

Respuesta:

«La pregunta que Vd. me hace tendría, si quisiera extenderme sobre el tema, una larguísima respuesta. Son varias las razones por las cuales se implantó el celibato eclesiástico en la Iglesia Católica Romana. 

Uno de los motivos principales, y raramente expuesto, es el siguiente:

El Imperio Romano, en cuyo seno empezó a germinar el cristianismo, era un estado dotado de magnificas comunicaciones que unían las distintas partes del imperio. 

Las calzadas y los puentes son todavía recordados con admiración en el presente. La invasión de los bárbaros destruyó, en gran parte, esta excelente red de comunicaciones

Las ciudades, en plena decadencia, quedaron aisladas, las regiones se ensimismaron. El mundo europeo se parceló. Las poblaciones que habían estado sujetas al imperio y que ahora se encontraban bajo el yugo bárbaro se encontraban a merced de los nuevos conquistadores, tribus germánicas que solo conocían la guerra. 
En esta situación las poblaciones romanizadas encontraron en los obispos locales un punto de referencia y también una voz que se atrevía a defenderlos. Poco a poco el obispo se fue convirtiendo en una autoridad y en muchas regiones de Europa estos obispos llegaron a ser soberanos, no solo religiosos sino reyes de facto de sus diócesis. 

En España queda una pervivencia de esto en el obispo de Seo de Urgel que es príncipe soberano de Andorra. 

Ahora bien, estos príncipes soberanos comunicaban muy difícilmente con Roma, al haberse colapsado el sistema de comunicación. Actuaban casi de forma independiente del papado. 

Si aquellos obispos se hubieran podido casar y tener oficialmente hijos (extraoficialmente, los tenían  en gran número) hubieran tenido la tentación de fundar dinastías y hubieran acabado independizándose totalmente de Roma. Esto hubiera terminado por convertir a la Iglesia en una multitud de principados independientes y hubiera terminado toda esta cuestión en una Iglesia atomizada. 

Esta tentación la tuvo la misma Iglesia de Roma en el siglo X el papa Sergio III intentó establecer un papado hereditario uniéndose a una bellísima e importantísima mujer, llamada Marozia, hija Teocilacto, uno de los hombres más poderosos de la Roma de entonces. Tuvieron un hijo y lo hicieron Papa con el nombre de Juan XI y después de él varios miembros de esa estirpe, en realidad, no solo bastarda sino sacrílega, ocuparon el trono de Pedro. A uno de esos papas se le denomina el Calígula del papado, y murió de una estocada recibida por un marido cuya mujer estaba yaciendo en aquel momento con el Papa. 

Cuestión distinta es la consideración que recibieron las amantes de Papas y Obispos en aquella Edad Media. En España se las llamó Barraganas y su estatus, en absoluto humillante, fue regulado en Castilla por Alfonso X El Sabio. 

Papas y Obispos no escondían su prole. El gran Cardenal Mendoza, prototipo en España del los prelados del Renacimiento, e intimo amigo de los Reyes Católicos paseaba su numerosa prole sin recato alguno. 

En Alemania y en Francia esos casos se repetían sin producir escándalo alguno. Incluso en la austera España de Felipe II, este rey tenía como secretraria particular al sacerdote Gonzalo Pérez, padre nada menos que del famosísimo Antonio Perez. Esta costumbre de los clérigos en procrear familias numerosas culminó en Italia. El cultísimo Papa Pío II ( de nombre civil Eneas Silvio Piccolomini) presumió de sus cuatro hijos a los que colocó siempre en cargos magníficamente bien pagados.
De Inocencio VIII se dice que tuvo dieciocho hijos naturales, aunque sólo reconoció a dos; a Francesco y a Magdalena, a la que casó con un Medici.  
Caso excepcional es el de Alejandro VI, el Papa Borgia. Su relación auténticamente marital con la célebre Vanozza Catanei produjo nada menos que cuatro hijos: Juan, Cesar, Giufré y Lucrecia.
Todo esto sucedía en ese prodigioso «Cuatrocento» italiano. El concilio de Trento restringió notablemente todas estas alegrías. La iglesia se volvió menos escandalosa pero también mucho más triste, aunque siguió habiendo hijos de curas. En Galicia es casi una tradición y Rosalía de Castro es buena prueba de ello.
Creo que esta carta ya ha respondido a alguna de sus preguntas. 
Respecto a los concilios, tanto generales como provinciales que dirimieron la cuestión del celibato existen libros especializados que se dedican a ilustrarlos. 
Gracias por haberme seguido todos estos años.
Reciba un atento saludo. 
Juan Adriansens. «

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